martes, 10 de febrero de 2015

Península de Dingle, en coche por la Irlanda más salvaje


Viajando al suroeste de Irlanda, en uno de los extremos geográficos en los que la isla se extiende hacia el atlántico más frío y desconocido, se encuentra la península de Dingle. Algo más de 100 kilómetros de carretera que forman parte de la 'Wild Atlantic Way' y que descubren un continente en miniatura de playas kilométricas, calas de arenas doradas, montañas nevadas, lagos, ovejas pastando en los mismos bordes de la ruta y el pueblo de Dingle, una población de apenas 2000 habitantes, como único núcleo urbano.

Desviándose hacia el oeste desde Tralee, viajando hasta el punto más occidental de la isla esmeralda, se penetra en la península. Un lugar en que se hace difícil encontrar una opción que no sea el coche para recorrer sus estrechos y salvajes caminos, pero en dónde aparecen a cada kilómetro paisajes de lo más variados y espectaculares. Es probablemente uno de los lugares más sobrecogedores de todo el país, pero su lejana ubicación (a casi 5 horas desde Galway o Dublín y unas 2 y media desde Cork) hacen que suela obviarse su existencia.



La pequeña población de Dingle sirve de comienzo o final (o quizás ambos) de una ruta prácticamente circular, siempre pegándose al mar por caminos en los que parece una utopía que puedan circular dos coches en sentidos opuestos. Con la obligación viajera de irse parando a contemplar las vistas en los numerosos miradores y recovecos dónde aparcar (o apartarse ante el paso de otro vehículo).

Son casi incontables estos apartaderos dónde descansar del volante y maravillarse con los paisajes, aunque quizás sea interesante dejar el coche en uno de ellos un largo rato y adentrarse caminando por sus desconocidos caminos, que circulan bordeando o atravesando los dos sistemas montañosos que dominan la zona. De tránsito obligado, eso sí, es el paso que atraviesa desde el pueblo de Dingle hasta la diminuta población de Castlegregory, una serpenteante carretera que se sube a la cresta de las montañas para dejar bajo los pies del viajero el brillante reflejo de los lagos que se reparten por su escarpada orografía.




Una vez en el norte de la península el paisaje cambia radicalmente para dejar paso al mar y a un inmenso arenal de casi 10 kilómetros de longitud, al que se puede acceder por las pequeñas desviaciones de la carretera principal. Es curioso que no existe fin a estas desviaciones, por lo que, si el modelo del coche lo permite, se puede circular por la inmensa playa y aparcar junto al mar. A un lado el frío Atlántico norte, al otro la visión de las montañas salpicadas de pastos de ovejas y pequeñas casas y granjas, y en medio la arena.

Una forma costera que contrasta por completo con las que se encuentran en el extremo oeste. La costa se hace mucho más escarpada, con las islas de Blasket alzándose en el que es uno de los últimos horizontes de Europa. Unos acantilados que van dejando entre sí algunas pequeñas calas de arenas doradas y piedras, bañadas por aguas cristalinas, que invitan al baño a los más valientes y que si no fuera por el clima seguramente no tendrían nada que envidiar a las islas mediterráneas.



Entre costa y costa quedan los prados y las ovejas, ese animal que se cuenta en más número que personas en Irlanda y que aquí pasta libremente en los arcenes. La visión de las granjas, que invitan a pensar como será la vida en una tierra tan salvaje, seguramente con abundantes platos de ternera y papas y conversaciones en gaélico. En épocas invernales es posible también ver la nieve en las colinas, esa gélida invitada que deja una estampa digna de encuadernar un manual de por qué este país es famoso por su riqueza natural.

Varias horas de viaje más las paradas que hacen que las pocas calles que tiene Dingle sean el destino perfecto para descansar y hacer un esfuerzo por grabar en la memoria los paisajes que se han dejado atrás. Con suerte será la hora del atardecer. Aunque no es el pueblo más bonito del país, no hay mejor final para la visita a la península que ver el sol poniéndose entre los mástiles de los pesqueros fondeados en el puerto, reflejándose en los carteles de los pubs que se apretujan en el paseo marítimo.





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3 comentarios:

  1. Muy bueno el artículo, sin duda lo mejor de Irlanda es perderse por el país y descubrir sitios y pueblos no tan conocidos. Añado un lugar curioso para visitar, Lough Foyle, donde tienen su propia versión del Lago Ness: Lough Foyle

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    1. Exacto, la auténtica Irlanda es la que menos sale en las guías. Muchas gracias por comentar y por el aporte, que no conocía de ese sitio por cierto :) Me lo apuntaré para futuras escapadas.

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  2. Y los que tengan poco presupuesto pueden ver casi lo mismo visitando la costa Cantábrica, eso sí, con los Picos de Europa visibles desde el mar.

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